Si bien se lo recuerda por
ser el precursor de la propagación del reggae y la cultura rastafari a nivel
mundial, Bob Marley llevó consigo la pasión por el fútbol toda su vida. Desde su
niñez en los barrios más marginados de Kingston, hasta en su época de estrella
de la música, corrió detrás de una pelota. Hoy descansa en su tumba junto a una
número cinco.

De chico Bob Marley
era hincha del humilde Boys Town FC, equipo ubicado en los suburbios de
Kingston, la capital de Jamaica. Allí pasó horas detrás de una pelota, añorando
ser Pelé (su ídolo futbolero) y deseando vestir la camiseta de su selección.
Todo era amor y paz pero cuando se oían las sirenas de la policía, el joven Bob
y sus compañeros no dudaban un segundo; agarraban sus pertenencias, y sin
titubear, comenzaban una corrida feroz perdiéndose entre las humildes casillas
del barrio. En un país en donde la marginalidad y el delito son castigados de
manera brutal en chicos y adultos sin ningún tipo de diferenciación, una escapada
a tiempo los salvaba de la despiadada represión policial.
Ya de grande Bob
Marley siguió siendo un apasionado del fútbol. La fama no camufló su esencia. Cuentan
que Marley amaba jugar
a la pelota en sus ratos libres, entre grabaciones o incluso antes de los
conciertos. Era su manera de relajarse y descargar tensiones. Fueron muchos los
picaditos en los que participó juntos a sus compañeros de The Wailers. Además, Alan
Skill Cole -manager de Marley- fue un destacado jugador de Jamaica de los años
70, cuando el fútbol todavía era semiprofesional por aquellos lados. El mismo
Cole comentó alguna vez: "A Bob le gustaba ser centrodelantero o volante creativo.
Una vez jugamos juntos en el National Stadium y para él fue cumplir un sueño.
Incluso en la entrada del estadio se levantó una estatua en su honor”.

Las paradójicas vueltas de la vida, hicieron
que sea jugando al fútbol que Marley sentencie su muerte. En abril 1977, en un
picado con periodistas y amigos, recibió un terrible pisotón: su dedo quedó
prácticamente destrozado. Los médicos le detectaron un melanoma maligno a causa
de una infección y sugirieron la amputación del mismo. Su religión se lo
impedía y por ende él se negó. “Mi religión no aprueba la
amputación. Yo no dejo a un hombre desarmado”, argumentaba aquel morocho de
rastas excéntricas.
Tres años después, en Nueva York, Bob cayó
al suelo desvanecido: la enfermedad le estaba haciendo la peor y más difícil
marca personal. A partir de ahí los médicos le diagnostican un mes de vida: el
cáncer había dañado los pulmones, el hígado y el cerebro. Finalmente, su voz
se apagó el 11 de mayo de 1981 en Miami. Su cuerpo
fue trasladado inmediatamente a Jamaica . Allí, despedido ante
una multitud, fue sepultado junto a su guitarra Gibson Les Pauls, la biblia del
movimiento rasta, uno puñado de cannabis y una pelota de fútbol.
Así se marchó aquel fenomenal músico, propulsor de una cultura originaria del tercer mundo pero que se expandió a lo largo y a lo ancho del planeta. Hizo de la música una manera de expresar sentimientos de paz y libertad y llevó al fútbol consigo hasta la muerte.
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